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Democracía en la plantanción

Democracia, libertad, manipulacion

No es una de esas historias que te cuentan para dormir, sino una que te mantiene despierto, con los ojos bien abiertos, preguntándote si alguna vez fuiste realmente libre.

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En esta ocasión, os traigo algo que se desvía de lo habitual. No es una mera reflexión, sino una narración que, aunque familiar en su esencia, esconde en sus entrañas un misterio que solo los más perspicaces y valientes lograrán desentrañar hasta su último suspiro.

No es una de esas historias que te cuentan para dormir, sino una que te mantiene despierto, con los ojos bien abiertos, preguntándote si alguna vez fuiste realmente libre.

Imagina, si puedes, una América del siglo XVIII, donde el aire está cargado de sudor, sangre y el grito sordo de la desesperación. Donde algunos pobres desgraciados no eran más que carne y hueso, vendidos al mejor postor y donde su color de piel era una sentencia de vida o muerte.

Si alguna vez viste «Django» dirigida por Tarantino, podrías pensar que conoces la crueldad de esos tiempos. Pero lo que te voy a contar va más allá de cualquier película.

Es la historia de la plantación del Señor Jones, un lugar donde la democracia mostraba sus fauces más oscuras y donde la libertad era solo una ilusión para los desafortunados.

Con esta enigmática plantación te garantizo que no podrás evitar sumergirte en la incertidumbre y cuestionarte:

¿Somos realmente libres en ese intrincado laberinto que osamos denominar democracia?

El Señor Jones, un hombre de tez pálida y robusta figura, era el epítome de la opulencia de aquellos tiempos. Su porte imponente, acentuado por una notable barriga que denotaba años de buen comer, contrastaba con su mirada astuta y calculadora.

Era dueño de una vasta plantación de alogodón que se extendía por más de cuarenta hectáreas, y su riqueza se cimentaba en el sudor y sangre de las decenas de esclavos que poseía.

Estos hombres y mujeres, atrapados en las cadenas de la servidumbre, laboraban incansablemente bajo el sol abrasador, y su lealtad forzada era la piedra angular del imperio de Jones.

En la vasta extensión de la plantación, el sol comenzaba a despuntar, lanzando sus primeros rayos dorados sobre los interminables campos de algodón. Los esclavos,

hombres y mujeres de piel curtida por el sol y las adversidades, se levantaban al alba, con el canto del gallo como única alarma. Sus cuerpos, marcados por cicatrices y el paso del tiempo, eran testimonio mudo de las innumerables jornadas de trabajo bajo el yugo de la esclavitud.

Las barracas, construcciones precarias de madera y techo de paja, eran el refugio nocturno de estos seres, donde las familias se apiñaban en un espacio reducido, compartiendo historias, sueños y, a menudo, pesadillas. El aroma del guiso matutino, preparado con lo poco que tenían, se mezclaba con el olor del sudor y la tierra.

Una vez en el campo, la jornada se presentaba extenuante. Las manos ásperas y callosas de los esclavos se movían con destreza entre las plantas, arrancando las motas blancas de algodón. El silencio era roto ocasionalmente por alguna canción, un lamento que hablaba de libertad y esperanza, entonado en voz baja, como un susurro colectivo que se perdía entre las hileras de algodón.

Al caer la tarde, cuando el sol se ocultaba y las sombras se alargaban, los esclavos regresaban a sus barracas, sus cuerpos exhaustos pero sus espíritus indomables. En la penumbra, las historias de libertad y resistencia cobraban vida, pasando de boca en boca, de generación en generación.

Y así, en este ciclo interminable de trabajo y esperanza, los esclavos de la plantación del Señor Jones enfrentaban cada día, con la certeza de que, a pesar de las cadenas y las adversidades, su espíritu nunca sería sometido.

Sin embargo, un día, el cielo se tornó gris y el aire gélido comenzó a soplar. La producción de la plantación sufrió un golpe devastador.

Aunque el Señor Jones no sintió el impacto directo en su opulento estilo de vida, sus esclavos no tuvieron tanta suerte. Con el frío mordiendo sus huesos, se vieron obligados a trabajar aún más duro, protegiéndose del viento helado con nada más que unas bolsas de patatas como abrigo.

Con el paso de las semanas, el descontento entre los esclavos creció. Murmullos de rebelión se esparcieron como el viento, y algunos, en la oscuridad de la noche, intentaron huir de las garras opresoras del Señor Jones.

Desesperado por mantener el orden, Jones buscó consejo entre sus pares, propietarios de otras plantaciones. Le hablaron de un tal Señor Smith, un hombre con fama de «resolver problemas» de esclavos rebeldes. Sin dudarlo, Jones envió un telegrama a al Señor Smith, quien prometió llegar en pocos días.

Y así, en una mañana nublada, el enigmático Señor Smith hizo su aparición en la mansión de Jones, solicitando que todos los esclavos fueran reunidos en el patio central.

El Señor Smith, al cruzar el umbral de la mansión, desprendía un aire de sofisticación que contrastaba con el ambiente rústico de la plantación. Su figura delgada y estilizada se movía con una elegancia felina, recordando a un depredador en medio de su caza.

Sus ojos, fríos y calculadores, escudriñaban cada rincón, como si estuvieran siempre en busca de la próxima oportunidad o ventaja. Su sonrisa, aunque encantadora, tenía un toque siniestro, revelando dientes perfectamente alineados que brillaban con un tono ligeramente amarillento.

En el corazón de la vasta plantación, el Señor Jones, con su robusta figura y tez pálida, caminaba junto al delgado y elegante Señor Smith, cuya presencia emanaba un aire de misterio y astucia. Mientras salían de la mansión del Señor Jones, el Señor Smith, con su voz suave pero firme, se inclinó hacia Jones y susurró:

-Sea lo que sea que diga, no intervenga ni me contradiga. Al final del día, su problema con los esclavos quedará resuelto.

El patio central se llenó rápidamente con los esclavos, cuyos rostros reflejaban una mezcla de cansancio, desconfianza y rebelión.

El Señor Smith, con su porte impecable, dio unos pasos al frente, asegurándose de que todos pudieran verlo.

-¡Me presento, soy Jonathan Smith! -anunció con una sonrisa – Y quizás hoy marque el inicio de una nueva era para todos vosotros. ¡Hoy, os proclamo hombres LIBRES!

El Señor Jones, inquieto, se adelantó un poco, pero una mirada penetrante de Smith lo detuvo en seco. Decidió comprobar si l los rumores sobre la habilidad de Smith para manejar situaciones difíciles eran ciertos.

-Desde este preciso instante, ya no pertenecéis al Señor Jones -continuó Smith, con un tono que mezclaba promesa con amenaza- Pero tengo que deciros que fuera de estos muros, el mundo es un jodido infierno.

De repente el Señor Smith alzó la mano señalando el exterior de la plantación.

-Y no hablemos de las otras plantaciones. Sus dueños, hombres crueles y despiadados, no dudarán en atraparos, en marcar vuestra piel con hierros candentes, en haceros trabajar hasta que vuestro cuerpo no dé más de sí. Os tratarán peor que a animales, porque para ellos, eso es lo que sois- relató agitado el Señor Smith

– Por eso os lo digo, aunque ahora sois libres, considerad la propuesta de quedaros aquí. No como esclavos, sino como socios, como camaradas, como hombres y mujeres libres que trabajan la tierra por el bien común.

Un murmullo de asombro recorrió la multitud. Las miradas de desconfianza se transformaron en destellos de esperanza.

-Por ahora, dejemos que el Señor Jones lidere, pues posee la experiencia que a muchos os falta -dijo Smith, lanzando una mirada cómplice a Jones- Pero ya no será vuestro amo, sino un igual entre vosotros.

-En honor a este día trascendental, os concedo la tarde para que la viváis en plenitud. Saboread cada instante de esta libertad recién adquirida, pero no olvidéis que al alba, nos espera una labor digna y justa, en la que todos, hombro con hombro, trabajaremos como iguales.

El aire se llenó de un murmullo de emoción. Poco a poco, la multitud comenzó a disolverse, y entre risas y lágrimas, las voces se alzaron en cánticos que ensalzaban el nombre del Señor Jones, convirtiendo aquel momento en una estampa inolvidable.

Al romper el alba, el aire frío cortaba la piel y el viento siseaba entre las hojas de algodón. Pero a pesar de la helada, el campo se llenó de vida. Los antiguos esclavos, ahora trabajadores libres, se movían con un vigor renovado.

Sus manos, curtidas por años de trabajo forzado, ahora se movían con decisión y propósito, pero también con una alegría que emanaba de su libertad recién descubierta.

Algunos entonaban cánticos antiguos, llenos de esperanza y resistencia, mientras otros compartían historias y risas, fortaleciendo la camaradería entre ellos. Había quienes, para combatir el frío, improvisaban danzas alrededor de hogueras, calentando sus cuerpos y almas con el fuego de la libertad.

El Señor Jones, desde su posición elevada que le ofrecía su mansión, observaba con asombro.

La transformación era palpable.

Estos hombres y mujeres, que antes se movían con resignación, ahora trabajaban con un entusiasmo contagioso. El algodón se recogía a un ritmo vertiginoso, y las canastas se llenaban con una eficiencia que él jamás había presenciado.

Quince días después, al caer la tarde, la vasta explanada de la plantación se llenó de figuras expectantes. El Señor Smith, con su mirada penetrante y su porte imponente, se adelantó, dispuesto a dirigir la palabra a la concurrencia.

-Queridos compañeros de esta tierra que nos da sustento -comenzó con voz firme-, es un honor ver el brillo de determinación en vuestros ojos. Todos somos conscientes del esfuerzo titánico que requiere hacer florecer esta tierra. Y aunque la libertad os ha sido concedida, no debéis olvidar que con ella viene la responsabilidad.

Un murmullo de acuerdo recorrió la multitud. Sus rostros reflejaban una mezcla de esperanza y determinación, ansiosos por demostrar su valía no como esclavos, sino como hombres y mujeres libres.

-Pero, como en toda gran empresa, es esencial que exista un orden -continuó el Señor Smith, mirando a cada uno a los ojos-. ¿Acaso alguno de vosotros desea que este noble proyecto se desmorone y os veáis de nuevo encadenados a un destino cruel?

Un «¡No!» contundente y unánime retumbó en el aire, demostrando la firmeza de su convicción.

-Debéis, pues, mostrar gratitud al Señor Jones, quien, con visión y valentía, ha permitido que este cambio se geste. Gracias a él, ya no sois meros siervos, sino camaradas en esta lucha diaria contra un mundo que a menudo se muestra implacable.

El Señor Smith, con ese aire de desdén que solía llevar, sacó los látigos, esos trozos de cuero que habían dejado cicatrices en tantas espaldas.

Miró a la multitud, sus ojos se posaron en dos figuras en particular: dos trabajadores flacos, con la piel curtida y ojos hundidos, siempre en las sombras, siempre al margen. Eran esos tipos que nunca decían mucho, pero que siempre parecían estar tramando algo.

Smith les lanzó los látigos. Los dos hombres los atraparon al vuelo, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Luego, una sonrisa torcida, casi diabólica, se dibujó en sus rostros. Era como si hubieran estado esperando ese momento toda su vida, como si

esos látigos no fueran solo trozos de cuero, sino llaves a un poder que siempre les había sido negado.

La multitud se quedó en silencio, sintiendo el cambio en el aire, sabiendo que algo en la dinámica de la plantación acababa de cambiar para siempre.

-Estos látigos ya no serán instrumentos de castigo, sino símbolos de responsabilidad – dijo- Serán vuestros propios compañeros quienes os guíen y os ayuden a alcanzar la excelencia en vuestro trabajo. Los días oscuros de sometimiento han quedado atrás. Ahora, con orgullo y determinación, podéis retomar vuestras labores como seres libres, con el horizonte despejado y el futuro en vuestras manos.

La semana avanzó con la lentitud de las sombras alargándose en el ocaso, y cuando el séptimo día llegó, la vasta explanada frente a la mansión del Señor Jones se vio poblada por trabajadores, supervisores y, por supuesto, las imponentes figuras del Señor Smith y el Señor Jones.

El Señor Smith, con su habitual porte distinguido, parecía cargar con un peso adicional en sus hombros. Sus ojos, que solían destilar seguridad, reflejaban ahora una tormenta interna.

-Queridos compañeros de esta tierra que nos une -comenzó con voz grave-, me veo en la penosa obligación de compartir con vosotros una noticia que ensombrece nuestro propósito común.

Un murmullo inquieto recorrió la multitud. Todos sentían que algo grave estaba por revelarse.

-Ayer, uno de nuestros supervisores me trajo una información perturbadora. Charles – dijo, señalando al joven de mirada esquiva-, ha traicionado la confianza de esta comunidad. Ha ocultado algodón con la intención de comerciarlo en secreto, buscando un beneficio personal a expensas del esfuerzo colectivo.

El aire se volvió denso, cargado de indignación. Las miradas se volvieron hacia Charles, cuyo rostro reflejaba el temor de un hombre acorralado. Los murmullos se convirtieron en gritos de repudio.

-¡Traidor! ¡Ingrato! ¡Ladrón! -las voces se alzaban, cada vez más airadas, mientras Charles era rodeado por una multitud enfurecida.

El Señor Smith levantó la mano, pidiendo silencio.

-Entiendo vuestra ira, y la comparto. Lo que Charles ha hecho no solo es un robo material, sino una afrenta a los ideales que nos unen en este proyecto de libertad y colaboración. Pero debemos actuar con justicia, no con venganza.

La multitud, aunque todavía agitada, esperaba la decisión del Señor Smith.

-Charles deberá enfrentar las consecuencias de sus actos y aprender en esta comunidad, la traición tiene un precio -sentenció con firmeza el Señor Smith.

De repente Charles fue arrastrado por dos supervisores con una mirada fría. Dos personas que antes trabajaban codo con codo el delincuente. Lo empujaron contra un viejo árbol, testigo mudo de antiguos castigos, su corteza desgarrada por las marcas de las cuerdas y los látigos de tiempos pasados.

Charles, con la mirada perdida en el horizonte, fue despojado de su camisa, dejando al descubierto una espalda que pronto sería lienzo de su castigo. Uno de los supervisores, con una sonrisa torcida y ojos que destilaban un placer sádico, tomó el látigo que alguna vez perteneció al Señor Jones.

El silencio era tan denso que solo se rompía con el sonido del látigo cortando el aire y estampándose contra la piel de Charles. A pesar del dolor, él se mordía los labios, rehusándose a darles el placer de oírlo gritar. El supervisor, un hombre de mirada penetrante y sonrisa torcida, parecía alimentarse del silencio y la resistencia de Charles. Cada vez que el látigo se estrellaba contra la piel del joven, sus ojos brillaban con un fuego oscuro, una chispa de sadismo que revelaba un placer retorcido. Era como si cada latigazo le diera vida, como si el dolor de Charles lo revitalizara.

Con cada golpe, el supervisor se tomaba su tiempo, saboreando el momento, observando con detalle cómo la piel de Charles se rompía y cómo la sangre comenzaba a brotar. Se deleitaba en el arte de la tortura, modulando la fuerza y dirección de cada azote, buscando el máximo sufrimiento. Su respiración se volvía más pesada, y una risa siniestra, apenas audible, escapaba de sus labios entre latigazo y latigazo.

La multitud podía sentir la maldad que emanaba de él, una energía oscura que envolvía el lugar. Era evidente que, para el supervisor, esto no era solo un castigo; era un espectáculo, una danza macabra en la que él era el maestro de ceremonias, y Charles, la víctima de su perverso deleite.

Entre la multitud, algunas mujeres cubrían sus rostros, incapaces de soportar la visión de la sangre que comenzaba a brotar de las heridas de Charles. El sonido húmedo del látigo impactando en la carne resonaba con un eco macabro.

-Ya van más de treinta- murmuró una mujer, con lágrimas en los ojos, a su compañera. -Que sirva de lección- respondió la otra con voz firme.

El Señor Smith, con una expresión de desagrado, intervino:

-No encuentro placer en este espectáculo, pero es necesario recordar que en esta tierra, la traición tiene un precio. Debemos proteger este experimento, nuestra libertad, a toda costa. No podemos permitir que se desmorone por las acciones de uno.

Y mientras el látigo seguía descendiendo, la lección quedaba grabada no solo en la espalda de Charles, sino en la memoria de todos los presentes.

El Señor Smith, con su porte altivo y su mirada penetrante, continuó su discurso, haciendo hincapié en la importancia del bien común y la prosperidad.

-Debemos ser un faro de esperanza, un ejemplo para todas las plantaciones que nos observan con envidia y admiración. La libertad no es una excusa para la avaricia o el egoísmo. Si todos trabajamos juntos, con un propósito común, todos nos beneficiaremos de los frutos de nuestro esfuerzo.

Mientras la mayoría asentía, orgullosos de ser parte de ese ideal, una voz joven y desafiante se alzó entre la multitud.

-Pero, si bajo esta nueva libertad seguimos siendo castigados y sometidos a reglas impuestas, ¿en qué se diferencia esto de nuestra antigua condición?

El Señor Smith, sorprendido, buscó con la mirada a la audaz interlocutora.

-¿Quién se atreve a cuestionar nuestra nueva realidad? – preguntó con un tono que mezclaba curiosidad y desdén.

-Emily, señor – respondió la joven, con una mezcla de valentía y temor. El Señor Smith, bajando los escalones con elegancia, se acercó a Emily.

-Joven Emily, ¿te atreves a comparar esta nueva era con la esclavitud? ¿Crees que podrías llevar las riendas de esta vasta plantación por ti misma?

-No, señor – respondió Emily, con un tono más suave – pero si somos verdaderamente libres, ¿por qué no podemos decidir sobre nuestras vidas? ¿Por qué ahora sentimos que trabajamos aún más duro que antes?

El Señor Smith, con una sonrisa astuta, tomó la mano de Emily.

-Mira, Emily, el Señor Jones posee la experiencia y el conocimiento para dirigir esta plantación, algo que ninguno de vosotros tiene. Y parece que no valoras la protección que él te brinda. Hay muchos otros dueños de plantaciones que matarían por tener a alguien como tú. Imagina, querida Emily, lo que podrían hacerte en esos lugares, lejos de la seguridad de estas tierras.

Emily, con los ojos brillantes y llenos de lágrimas, asintió lentamente, comprendiendo la complejidad de su situación. Se retiró entre la multitud, mientras el Señor Smith, con un gesto teatral, se limpiaba las manos con un pañuelo de lino.

-Debéis comprender – continuó, dirigiéndose y mezclándose entre la multitud – que esta comunidad os brinda un techo, alimento y cuidados. Si caéis enfermos, no solo os liberáis de vuestros deberes, sino que, gracias al Señor Jones, se os cuida sin pedir nada a cambio.

El ambiente se cargó de un respeto renovado hacia el Señor Smith y el Señor Jones. Los murmullos de descontento se disiparon, reemplazados por vítores y aplausos en honor a los líderes de la plantación.

Las semanas transcurrieron como arenas finas en un reloj de época, deslizándose silenciosamente, pero dejando tras de sí un eco amargo de desengaño.
Las reuniones, que al principio parecían un soplo de esperanza, se convirtieron en un ritual monótono y tenso.

La atmósfera estaba cargada, no solo de humedad, sino de resentimiento y desesperación. La libertad, esa dulce promesa, se había transformado en una cruel ironía.

La gente murmuraba en las sombras, sus voces llenas de desencanto. «Antes, al menos, sabíamos a qué atenernos», decían algunos. Ahora, la incertidumbre era la única constante. Los alimentos escaseaban, las jornadas se alargaban y el reparto de los beneficios, cuando llegaba, era una burla.

Los supervisores, antiguos compañeros de fatigas, se habían convertido en pequeños tiranos. Su crueldad superaba con creces la del Señor Jones. No solo administraban castigos por el más mínimo error, sino que parecían disfrutar de su nueva posición de poder, azotando a sus antiguos camaradas por el simple placer de verlos sufrir.

El aire estaba cargado de tensión, y las noches, antes llenas de canciones y risas, ahora estaban plagadas de susurros y llantos ahogados. La libertad, para muchos, se sentía como una jaula más opresiva que la esclavitud misma.

Bajo un cielo plomizo que parecía presagiar tormenta, el Señor Smith, con su semblante marcado por la preocupación, hizo sonar la campana de la plantación tres veces, una señal que todos reconocían como convocatoria de urgencia. Los trabajadores, dejando a un lado sus labores, comenzaron a congregarse en el centro de la plantación, sus rostros reflejando una mezcla de inquietud y expectación.

El murmullo de conversaciones cesó en cuanto el Señor Smith se alzó sobre una pequeña tarima improvisada. Su mirada recorrió la multitud, encontrándose con rostros crispados, miradas desconfiadas y posturas tensas.

-Queridos camaradas- comenzó con voz firme pero cargada de empatía-, he convocado esta reunión de urgencia porque he percibido, en los últimos días, un aire de descontento y crispación entre vosotros. No soy ajeno a vuestros susurros, a las miradas esquivas y a la tensión que se respira en el aire.

Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras calaran en la conciencia de cada uno de los presentes.

-Conversé largamente con el Señor Jones y hemos llegado a la conclusión de que es tiempo de que uno de vosotros tome las riendas de este lugar- declaró el Señor Smith con una voz que resonaba con la gravedad de los tiempos. -Desde este momento, seréis vosotros quienes elijan al camarada que guiará esta plantación hacía un futuro prospero y una igualdad social.

Sin previo aviso, el dedo del Señor Smith señaló a Charles y Emily, quienes, con miradas de asombro, se acercaron al centro del círculo formado por la multitud.

-En este nuevo amanecer de igualdad y fraternidad, he decidido que los primeros líderes propuestos deben representar tanto al hombre como a la mujer- continuó el Señor Smith, su voz cargada de solemnidad. -Cada tres meses, celebraremos elecciones y decidiremos quién será el camarada que nos guíe, no como un señor, sino como uno más entre nosotros.

El aire se llenó de expectación. Las voces de la multitud coreaban los nombres de los candidatos, cada uno esperando con ansias el resultado de esta elección sin precedentes.

Tras la votación, fue Charles quien emergió como el elegido, un símbolo de redención y de la capacidad del pueblo para perdonar y mirar hacia adelante.

-Con el corazón henchido de gratitud, os prometo guiaros con justicia y equidad- exclamó Charles, alzando la mano en señal de agradecimiento. -Y como primera medida, he decidido renovar a nuestros supervisores.

Con un gesto decidido, Charles despojó a los antiguos supervisores de sus látigos y los entregó a dos de sus más leales amigos.

-Estos hombres, a quienes conozco desde la infancia, os tratarán con el respeto y la dignidad que merecéis. Las marcas en mi espalda son testimonio del pasado, pero juntos construiremos un futuro más justo y compasivo- concluyó Charles, mirando al horizonte con esperanza.

El Señor Smith, con una mirada penetrante y cargada de significado, extendió su mano hacia Charles, entregándole un brazalete de color azul.

-Este brazalete te identificará como el líder de esta nueva era, Charles. A partir de ahora, compartirás el techo con el Señor Jones y conmigo, aprendiendo los entresijos de lo que significa dirigir una plantación de algodón.

Después, dirigió su mirada hacia Emily, cuyos ojos brillaban con una mezcla de esperanza y determinación.

-Y tú, valiente Emily, llevarás este brazalete rojo. Serás la voz crítica, la oposición que mantendrá a Charles en el camino correcto, asegurándote de que no olvide las promesas hechas a su gente. También vivirás con nosotros para que en caso de que seas la siguiente en dirigirnos ya tengas el conocimiento y experiencia para hacerlo.

-Pero no olvidéis, queridos camaradas, que, aunque ahora tengáis la ilusión de control, la verdadera libertad no reside en un brazalete ni en una elección. La libertad es un estado del alma, una lucha constante.

Con un gesto majestuoso, señaló la gran mansión del Señor Jones.

-Charles, Emily, vuestro nuevo hogar os espera. Pero recordad que las paredes de esa mansión, aunque lujosas, también pueden convertirse en una prisión dorada.

La multitud, aun procesando las palabras del Señor Smith, observó cómo Charles y Emily, con sus respectivos brazaletes, cruzaban las puertas de la mansión listos para vivir una vida mejor que la que ofrecía el recoger algodón todos los días.

Con ansías de trabajar por la justicia social y por sus camaradas.

Los días se transformaron en semanas, y las semanas en meses. Las elecciones se sucedían y, aunque los trabajadores sentían que tenían voz y voto, una sombra de duda se cernía sobre ellos. Sí, trabajaban más duro que nunca, pero ¿era esa la verdadera libertad? ¿O simplemente habían cambiado un yugo por otro?

Y así, al final de cada jornada, mientras el sol se ponía tiñendo el cielo de tonos anaranjados, los trabajadores entonaban el himno de la plantación, una melodía que hablaba de libertad y justicia, pero que también escondía, en sus notas más bajas, la eterna pregunta sobre el verdadero significado de la libertad.

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